Un día el dios sol quiso visitar la tierra convertido en un gran lobo blanco. Quería ver las maravillas que todos contaban de ese planeta. Ese mismo día el dios de la noche, el dios luna, también quiso visitarla y también escogió transformarse en lobo. En su caso, en un gran lobo negro.
Ambos corrían cruzando los valles, los ríos, los bosques, los prados y los desiertos. No dejaron ningún rincón sin ver, porque todo era nuevo para sus ojos.
El lobo blanco lo iluminaba todo en cada paso. Por dónde cruzaba reverdecían las plantas, florecían las flores, despertaban los cantos de los pájaros cantores y brotaban las semillas que en la tierra permanecían guardadas.
El lobo negro, en cambio, traía oscuridad, frío y silencio. Era sutil, sigiloso y discreto. La vida se paraba a su paso y todo se sumía en la oscuridad mas profunda.
Los dos lobos deambularon por la tierra pero el lobo negro, con sus ganas infinitas, había recorrido mucho más territorio que el blanco y gran parte de la tierra ya estaba sumergida en la oscuridad mas oscura.
Un día, en medio de un bosque tupido de musgo y de abetos milenarios, los dos lobos se encontraron cara a cara. La tierra es grande pero no tanto para no encontrarte nunca.
Los dos se miraron a lo lejos, en la distancia. Con un caminar lento se acercaron el uno al otro sin prisa, pero sin pausa. Medio bosque era de luz. Medio bosque era noche cerrada. Como buenos lobos marcaban su territorio. Se observaban con sus sentidos afilados y se olfateaban buscando su rastro en el aire perfumado. Ambos podían medir su propia fuerza y la fuerza del otro. Caminaban confiados, con el pecho erguido y la cabeza alta el uno hacia el otro, hasta que sus hocicos se encontraron y se enlazaron con suavidad. En ese momento se reconocieron como iguales. Como parte de un todo. Y los dos empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro, medio jugando, medio descubriéndose.
Al cabo de un rato de festejar su encuentro, el lobo negro, cansado de tanto correr, decidió echarse un rato a descansar bajo un gran abeto. Lo había dado todo para palpar cada trozo de esa tierra. El lobo blanco, en cambio, se alzó, lo miró y se despidió del lobo negro hasta su próximo encuentro. Los dos sabían que tarde o temprano volverían a encontrarse, y los dos sabían que tarde o temprano el blanco tendría que descansar un rato y dejar paso al negro, ya recuperado.
El lobo blanco siguió su camino, con sus patas de luz iluminando de nuevo la tierra que ahora yacía prácticamente dormida.
Y así llevan haciéndolo desde el día que empezó esta rueda.
Encontrándose y reencontrándose en este baile de lobos.
En este baile de luz y oscuridad donde también baila nuestra alma.
Autor: Eduard Costa
Imatge: Luemen Rutkowski a Unsplash