Había una vez, en un bosque muy lejano, un valle muy profundo. Se llamaba el valle de los ciervos de madera. Era un valle donde habitaba una especie de ciervo muy rara, única en todo el planeta. La gente los llamaba los ciervos de madera, no porque fuesen de madera, estos eran de carne y hueso, como todos, pero su cornamenta, sí que lo era, y esta crecía enramándose para arriba como los dedos de un árbol en luna llena.
Una vez al año, los ciervos macho cambian su cornamenta y se despojan totalmente de ella. Morir para vivir se repiten todos para sus adentros. Esto pasa a finales de invierno, principios de primavera, acto que da paso al florecer de una nueva cornamenta que crecerá poco a poco encima de su cabeza. En ese momento del despojo, los machos se sienten desprotegidos, indefensos, vulnerables. Ya no hay nada que los defienda. Lo que ellos no saben, es que el resto de machos también viven inmersos en este mismo sentimiento, así que solitarios, se guardaran y se esconden entre la maleza.
Durante esos meses uno no los puede ver, pero a finales de verano la cornamenta ha vuelto a brotar completamente sobre la cabeza. Los machos se hacen plenamente visibles, esta vez preparados para mostrarse frente a los grupos de hembras y aparearse en otoño durante el celo. Para ello marcan su territorio con berreos y peleas. Se enfrentan cuerpo a cuerpo impactando contra sus cornamentas. Los movimientos son pausados, casi, casi parecen ensayados, como si los dos se hubieran puesto de acuerdo en una danza orquestada para así evitar daños innecesarios. Este ritual se repite año tras años desde el primer ciervo que pisó la tierra.
Lo que no les he contado aun, es que cuando la cornamenta de un ciervo de madera cae al suelo, esta se enraizaba y de ella brota un árbol. El árbol crece y de él salen unos frutos rojos como las cerezas. Y lo que tampoco les he contados es que quien coma de esas cerezas puede convertirse en ciervo durante el tiempo que la cereza permanece dentro del cuerpo. Un día exacto dura el efecto. Sea humano, ratón o cuervo, y estos pueden ver y sentir como vive un ciervo.
Estos nuevos y fugaces ciervos de madera cruzan el bosque por donde quieran. Unos al galope, con la fuerza del retronar de sus patas o pastoreando plácidamente al lado de una vereda. Pasado el día, humano, ratón o cuervo aparecen dormidos bajo de un abeto. Lo interesante es que estos al despertar pueden recordar su viaje como si fuera un sueño. Sabiendo que siempre pueden volver a ser un ciervo si comen del fruto del cerezo. Para volver a ser bosque. Para volver a ser viento.
Los habitantes del valle guardan su secreto para todo aquel que llegue siguiendo el camino del ciervo para aprender a morir y a vivir de nuevo.
Autor: Eduard Costa
Il·lustració: Gustave Doré